viernes, 11 de marzo de 2011

bajo el gran árbol

a la sombra de su copa aplastada, hay tres niños cocinando. Llamo a la puerta, golpeando los nudillos contra el tronco adornado de osamentas animales. Con expresión grave, pero al borde de la carcajada, uno de ellos me da la bienvenida al amplio restaurante. Otro me conduce hasta la mesa más especial del local, y se asegura de que esté cómodo en el mullido asiento de tierra roja. Por último, a punto de desbaratar la escena con una risa que ya nos es incontrolable, el tercero me pregunta que deseo tomar, se contesta, se ordena a sí mismo la comida y sale corriendo a traerla. Al instante aparece la mesa cubierta de tantos colores y olores deliciosos que no se por donde empezar. Bajo la mirada espectante de los pequeños anfitriones, saboreo las tortas de barro recién horneadas, la amarga injera de hojas con encendidas flores picantes y varios guisos de tierra con finísimas especias minerales. Cuando termino, me toco la barriga complacido y les felicito, haciéndoles estallar en un estruendo de gritos de triunfo. Perdida ya la teatralidad, nos sentamos juntos a tomar una taza de negro café que uno de ellos sirve sujetando la cafetera por su pequeña asa de barro cuidando de no quemarse. Nos despedimos en el quicio de la puerta. Me tienden un paraguas invisible para la tarde lluviosa de agosto, y la repetida invitación de volver pronto.

Ójala ahora pudiésemos nosotros preparar para todos ellos un milagroso banquete de multiplicación de la comida, el cariño y los sueños como el de aquella tarde.

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