y dentro, en el silencio de los plomos bajados y las tristes alcayatas sujetando marcos de polvo, mirábamos por la ventana. Extendí la mano para quitar una pelusa del sofá, pero Eva lo malinterpretó interceptando mi mano, me acarició y me perdonó. Ella traía escrita una lista de dios sabe qué pecados, pero al rato acabaron esparcidos en pedazos por el suelo sirviéndonos de lecho. Hasta la próxima Adán, y andando me alejé del paraíso, maldiciendo a los aleros que me ponían a salvo del merecido castigo del cielo.
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