Aún no viene. El vuelo llega algo tarde, pero claro, viene de muy lejos y siempre hay problemas. Una pequeña multitud a mi alrededor espera a los suyos. Estamos todos impacientes. Se abre la puerta. Nada, son encargados del aeropuerto. Cada uno hace tiempo como puede: se muerden las uñas, dan vueltas. Otros miran el tablón de llegadas, una y otra vez, comprobando que no se han equivocado ni de hora ni de terminal. Se abre otra vez la puerta y se eleva el tono general de la sala, veo al fondo personas con maletas. Alguna de ellas será. Sí, mírala. Que guapa y que joven está. Parece que con ella no pasan los años. Se para, está hablando con alguien, se ríe y mueve los brazos. Es muy suyo ese gesto. Parece que hay cosas que nunca cambian. Se pone otra vez en marcha sin parar de hablar, nunca aprendió a tener la boca cerrada. Y menos mal. Sonríe, parece que el descanso le ha sentado bien. Hay al menos dos personas escuchandola atentamente, nunca se le dio mal hacer amigos. Mira al frente, me ve y sonríe. Vaya, parece que ella también se alegra de verme. Se le ha echado de menos, mucho. Cada vez está más cerca y yo más nervioso, hace mucho tiempo que no la veo y no se me ocurre nada que hacer o decir. Bueno, lo mejor en estos casos es ser natural. Eso dicen. Así que me relajo. Las puertas se cierran después de la primera oleada de pasajeros, pero a ella aún le quedan algunos pasos. Las manos no paran de temblar, espero que el labio no lo haga también. Nada, parece que no funciona lo de relajarse. La puerta se abre de nuevo y ya sale. Radiante, guapa, con ese brillo en los ojos de quien tiene mucho que contar y otro tanto que escuchar. Pierdo el control y me abro paso a empujones para ir a por ella. Me paro delante, no me atrevo a tocarla no vaya a ser que se evapore. Algo tendré que decir.
-Hola Mamá, te he echado de menos.
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