jueves, 15 de julio de 2010

el canto de los gorriones

lo inunda todo. La habitación es luz. Manuela entra y cierra por dentro. Hace un día blanco, maravilloso. Por primera vez en años olvida a los niños de África, llena hasta arriba la bañera; en su cuerpo hay desiertos en los que ya no se puede habitar. Cubre el espejo con una toalla, sin mirar. Siente vergüenza. Cierra la ventana. Se desnuda con manos temblorosas. La piel erizada. La ropa llora en el suelo. Se mira en la opaca toalla, e incluso se ve reflejada. Inmóvil. Compás de gotas que resbalan del grifo. Acaricia un rostro. Extraño. Despacio. El pelo dorado. Observa las piernas, delgadas, ajenas. Los pájaros pían clemencia con su precioso cuerpo. Lanzan promesas. De vida. Mentiras. La melodía de las gotas se ralentiza. Se mezclan recuerdos y remorimientos con el canto de los pájaros. El grifo llora. Ella no. Otra gota. No llora. La última cae inaudible. Ahora recorren su cara. Van, despacio, a morir al suelo. Cierra los ojos. Pasan minutos lágrimas. Los pájaros gritan más fuerte, contra el cristal, impotentes. Mete un pie. Está templada. Se acurruca dentro. El agua se desborda. Ruegos en la ventana. No los mira. No se mira. La verguenza de nuevo. Desde fuera ya no pueden distinguir si llora. Su cuerpo es agua. Su respiración lenta. Un fugaz movimiento. La habitación. Sus pensamientos. Las tenues líneas de su cuerpo. El canto. El cielo. El agua... se oscurecen.

(reeditado, enero 2008)

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