miércoles, 17 de noviembre de 2010

me invitó a entrar en la casa

le seguí rodeando el muro de piedra hasta el patio traquilo. Señaló con un ligero ademán las dos pequeñas sillas junto al muro. Descansé el fusil sobre éste, me estiré la camisa empapada y me apresuré a sentarme, movido por la firme autoridad de los surcos de la carne bajo sus ojos, en la más pequeña de las dos sillas. Sirvió el té, humeante como si el casual encuentro junto al camino estuviese previsto. Hablamos. ¿Por qué luchas? Contesté con nombres propios. El movimiento, el partido, el líder, el país. Miraba fijamente el fondo de la taza, con el ceño inclinado hacia dentro, como apuntando hacia el centro de sus reflexiones. Mi voz decidida, mis palabras siempre claras sonaron absurdas e infantiles en su presencia. Lo intenté de nuevo. Lucho por los míos, por nuestra libertad y nuestra patria. Guardamos silencio. Seguí su mirada, recorrió la línea del muro que nos hacía aquella fresca sombra, el jardín con el frutal, la puerta que daba a la pequeña casa. Observó el suelo de tierra, y luego el cielo despejado. Se giró, mirando sobre el hombro a lo lejos, el valle en calma, con los campos abiertos por el arado, y el río, a penas un hilo de agua, en el que dos mujeres bañaban a unos niños que reían y salpicaban. Miró sus manos, grandes y acanaladas. Entonces luchamos por lo mismo, hijo mío.

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